Las declaraciones recientes del teólogo alemán Magnus Striet no deberían sorprender a nadie que haya seguido de cerca su trayectoria. Sin embargo, resultan chocantes, no por lo que dicen, sino por lo que revelan: que uno de los máximos exponentes del Camino Sinodal alemán, figura clave en la agenda de reformas que ha confrontado abiertamente al Vaticano, ahora pone en duda los mismos fundamentos de la fe cristiana. Es casi cómico que un hombre que ha liderado una revolución teológica ahora confiese que no cree en aquello que pretendía renovar. ¿Nos encontramos ante un Lutero moderno? Tal vez sí, pero con una diferencia clave: Lutero al menos creía en algo.
Striet se ha despedido de la soteriología clásica, esa doctrina fundamental que sostiene que Cristo murió en la cruz para redimir los pecados de la humanidad. Rechazar esta creencia no es un simple desacuerdo académico, es una negación de uno de los pilares centrales del cristianismo. Sus palabras no pueden interpretarse como una simple crítica constructiva; más bien reflejan el camino inevitable de alguien que ha buscado notoriedad a través de la ruptura, del desafío constante y de la polémica. Desde su posición como teólogo de referencia del Camino Sinodal, Striet se ha convertido en el arquetipo del intelectual moderno que, al rechazar el dogma, no construye nada, sino que destruye lo que otros han edificado durante siglos.
Y aquí es donde surge la verdadera ironía: este hombre, que ha fomentado ir por libre en la fe, que ha promovido una independencia casi total respecto a la doctrina de la Iglesia, ahora se encuentra dudando de todo. Al final, parece ser que no se puede confiar en quien, desde el principio, mostró estar más preocupado por su propia vanidad que por el bien de la Iglesia. Striet no es más que un charlatán revestido de académico, un embaucador cuyo juego muchos católicos vimos desde el inicio, pero que, inexplicablemente, el Papa ha tolerado durante demasiado tiempo.
No es casualidad que Striet, un ideólogo del Camino Sinodal, haya elegido este momento para hacer estas declaraciones. En medio de una crisis de credibilidad en la Iglesia, provocada por escándalos y divisiones internas, Striet aprovecha la ocasión para lanzar su ataque final, descalificando no solo la doctrina de la salvación, sino la misma esencia del Credo de Nicea. Se presenta como un hombre iluminado, como un pensador que ha superado las creencias arcaicas del cristianismo. Pero, ¿qué es lo que realmente busca? No la renovación de la fe, sino su deconstrucción, su aniquilación. Y esto no lo decimos los católicos tradicionales, sino sus propias palabras.
Striet ironiza sobre la encarnación de Cristo, insinuando que es ridículo pensar que, después de 13.800 millones de años, Dios haya decidido hacerse hombre para encontrarse con nosotros. Esta postura no es solo una provocación; es una burla al núcleo de la fe que ha sostenido a los cristianos a lo largo de los siglos. Pero más allá del sarcasmo y la retórica, lo que queda claro es que Striet no tiene una alternativa real que ofrecer. Su crítica es destructiva, no constructiva. No ofrece un nuevo camino para la fe, solo escepticismo y nihilismo.
En este sentido, Striet se asemeja mucho a Lutero, pero no al Lutero que, al menos, tuvo la convicción de desafiar a Roma basándose en una interpretación profunda de la Biblia. Striet, en cambio, parece más un cínico moderno, un agitador que ha construido su carrera sobre la base de cuestionar la doctrina sin proponer nada más allá de sus propias dudas y vanidades. Y el problema no es que dude, sino que ha liderado un movimiento que pretende reformar la Iglesia mientras él mismo carece de la fe necesaria para sostener esas reformas.
Lo más desconcertante es que esta figura haya sido tolerada durante tanto tiempo en el seno de la Iglesia. Ya lo decíamos muchos: el Papa debería haber puesto freno a estos teólogos rebeldes mucho antes. Porque, ¿cómo puede confiarse en alguien que cambia sus creencias al capricho de las modas intelectuales? Striet no está buscando el bien de la Iglesia, está buscando su propio reflejo en el espejo del éxito académico. Es un hombre de ideas brillantes pero vacías, que ha sabido embaucar a muchos con su elocuencia, pero cuyo mensaje se desmorona al más mínimo análisis teológico serio.
Y aquí estamos, viendo cómo alguien que ha liderado el camino de la ruptura ahora no cree en nada de lo que defendía. Tal vez sea una lección para todos aquellos que han seguido ciegamente el Camino Sinodal alemán. La verdadera reforma no puede construirse sobre la arena de la duda ni sobre el ego de un charlatán. La verdadera reforma nace de la fe profunda y sincera, de la convicción en los dogmas que han guiado a la Iglesia a lo largo de los siglos. Y es precisamente eso lo que Striet ha perdido, si es que alguna vez lo tuvo.
En definitiva, no podemos dejar de ver a Magnus Striet como lo que realmente es: un nuevo Lutero sin convicciones, un intelectual perdido en su propia vanidad, incapaz de ofrecer una visión coherente de la fe que dice profesar. Y mientras tanto, la Iglesia sigue esperando líderes que, en lugar de sembrar dudas, sean capaces de guiar con la certeza y la esperanza de la verdadera fe cristiana.
Escribir un comentario